Los medios de comunicación de Autorquía
Uno de los rasgos más característicos de Autorquía, asunto que lleva siendo esgrimido con insistencia por sus detractores desde hace décadas, es la ausencia de medios de comunicación tal y como son conocidos en el resto del mundo. No siempre fue así; hubo un tiempo en que la isla contaba con una radio, dos gacetas, una revista bimensual, e incluso un canal de televisión. Pero, tras repetidos intentos, estos medios fueron clausurados durante el gobierno de Horatia P. Naranjales, la omnímoda.
Lo que algunos en el extranjero vieron como un «atroz golpe a la libertad de expresión», fue en realidad una medida democrática largo tiempo deliberada. Para llegar a este punto, es necesario conocer que, en un país como Autorquía, con una población oscilante según la estación, pero que nunca supera las cincuenta mil almas, los medios de comunicación carecen de la urgencia de lugares más habitados. Apenas hay noticias relevantes y, de haberlas, casi siempre caen en el saco de la rumorología.
Todo el mundo sabe que el mayor interés de los autorqueses es la literatura. Estos descubrieron muy pronto que no necesitaban abrir un periódico o encender la radio para estar informados; con acudir a uno de los múltiples cafés de la capital un par de veces por semana, bastaba. El cariño de los isleños por la vida social de los cafés, sumado al desapego por unos medios cargados de eventos deportivos irrelevantes, reality shows desfasados, noticias vulgares de la vida privada de gente más vulgar todavía y, sobre todo, publicidad editorial empeñada en meter por los ojos libros que, por regla general, no interesaban a nadie más que a sus propios autores, hicieron que poco a poco la población terminara rechazando la prensa convencional.
Pero hubo una cosa más que solo en esta crónica se contará. En los últimos años surgió un fenómeno, especialmente entre los más jóvenes. Habiendo superado la etapa de minar las barandillas de los puentes con candados mucho antes de que se pusiera de moda, los muchachos y muchachas de Autorquía empezaron a dejarse notas, por regla general, amorosas, escritas en post-its. Esas notas, como es lógico, no demasiado extensas, se dejaban pegadas en los muros hasta que la lluvia, o el viento, o algún vecino obsesionado con el orden, se las llevase.
La costumbre muy pronto caló en el resto de la sociedad, que, una vez más, siguió el ejemplo de sus jóvenes. Con el tiempo, las notas dejaron de centrarse en el corazón y se fueron diversificando: «voy a ser papá», «he encontrado editorial», «fiesta de cumpleaños en casa; traed vuestra propia bebida», «regalo sofá de tres plazas», etc. También empezaron a aparecer fotografías, dibujos y otras creaciones de tamaño post-it. El lugar elegido para pegar todo esto fue la fachada sin ventanas de la esquina de las calles Caracol y Libro o, como ya todos en la isla lo conocen, «el muro del caralibro».
Ilustración: Dedree Drees