El lustro en el que Autorquía no existió
Aunque se sospecha que fue descubierta —que no habitada— por los polinesios hace muchos siglos, la isla de Autorquía no pasó a ser de conocimiento occidental hasta finales del siglo XVII, cuando el marino español, Juan de Azuarriagazo, en su búsqueda de oro, seda, especias y mujeres —no por ese orden estricto—, la exploró. Obviamente, Juan de Azuarriagazo, al ver que allí no había nada de lo que él quería, desechó la idea de colonizarla o de «pasar un minuto más en esta mierda isla», tal y como relata su diario personal.
No fue hasta la llegada de los primeros colonos, cien años después, que Autorquía apareció en los primeros mapas europeos. Sin embargo, y aunque pueda parecer imposible, esto no siempre fue así. Hubo un periodo de cinco años —entre 1887 y 1892— en el que la isla, simplemente, no existió. Por supuesto que el país donde gobiernan los autores no se hundió ni fue devorado por una ola gigante, sino que el resto del mundo decidió hacer como que no existía. Conocemos a esa etapa como el «Lustro Oscuro» o «¿Autorqué?».
Para explicar este extraño fenómeno, hay que hablar del tifón Fulgencio II, que en abril de 1886 azotó una buena porción del Gran Océano. La flota autorquesa, que nunca fue demasiado numerosa y que, después de solucionarse el problema de la piratería, había pasado a utilizarse solo en labores de salvamento, distribución de libros, bibliobarco y fiestas de presentación en aguas internacionales, fue destruida al completo por Fulgencio II.
Inmediatamente después del tifón, el contacto con la isla se hizo más dificultoso y esporádico, pero siguió existiendo. Sin embargo, esta eventualidad fue aprovechada por los enemigos de Autorquía para, literalmente, borrarla del mapa. De todos los mapas, de hecho.
¿Quién estaría interesado en hacer tal cosa? Seguramente el reino del archipiélago de Futbolonia, enemigo acérrimo de Autorquía. Pero ese país también sufrió los estragos de Fulgencio II y perdió la mayoría de sus navíos y estadios flotantes. ¿Entonces?
Resulta que, durante la Segunda Revolución Industrial, los países occidentales, interesados en crear una clase obrera que no hiciera otra cosa que trabajar en las fábricas, no veían con buenos ojos la existencia de un país como Autorquía, donde, no solo se repudiaba esa forma de vida —con alguna que otra excepción a lo largo de los años—, sino que se alentaba a lo contrario. La imaginación y la creatividad no tenían cabida en el mundo gris que la nueva burguesía había planificado.
Debido a esto, el nombre de Autorquía fue borrado, sus referencias eliminadas, su rastro en los mapas retirado. Incluso hubo compañías que prohibieron volver a hablar de que una vez existió un país donde gobernaban los autores. «¡Qué tontería!», decían airados.
La solución a este despropósito, claro, no tardó demasiado en llegar. En esta ocasión no vino por parte de los isleños, sino de los habitantes del resto de países, que, hartos de costumbrismo y de ensayos que ni entendían ni querían entender, comenzaron a hacerse preguntas. ¿Qué había pasado con esas novelas que tanto disfrutaban? ¿Dónde había quedado esa nueva poesía? ¿Por qué de pronto había empezado a sonar todo tan repetitivo? Muy pronto se descubrió que había gato encerrado, y se organizaron varias expediciones simultáneas partiendo desde distintos puntos de la costa del Gran Océano en busca de esa «mítica» isla desaparecida como la Atlántida.
Y así, con el «redescubrimiento» de Autorquía en 1892 se puso fin al Lustro Oscuro. La isla salió fortalecida, las rutas marítimas se multiplicaron, su población se cuadruplicó y la Empresa Estatal Autorquesa de Mapas, Sellos y Tuits, se convirtió en una institución tan poderosa que a punto estuvo de engullir al gobierno isleño y acabar con la misma república. Pero esa es otra historia.
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Ilustración: Putney Mark